martes, 26 de abril de 2016

40

CalculaMOS... son c u a r e n t a. Un número que no supera ni la cantidad de palabras cruzadas, ni mucho menos las risas, sí sobrepasa esto de encontrarnos, de buscar y/o crear un espacio para saber del otro.  Pero más de una vez escuché que la cantidad no hace  a la calidad, y creo que con todo lo que podemos destacar del otro eso se sobreentiende.



Un árbol es lo que es, porque la naturaleza se lo da o quizá por la intervención del hombre. En su momento fue tan sólo una semilla, que fue sembrada con amor, o simplemente depositada por alguna razón, estética o social, pero simplemente o no tan simple, llegó ahí por algo, por alguien. 
Así creció, paso quién sabe cuantas lluvias, cuántas tarde de sol, cuántos amaneceres pudo ver o sentir. Hubo momentos que sirvió de apoyo, de sostén, de compañía. Aunque duela pesarlo, también estuvo solo, pensando, discutiendo consigo mismo, si inclinarse a la izquierda, a la derecha, ponerse curvo o estar recto y elegante. Pero solo, teniendo en cierta distancia a alguno como él, el, era un pino... Y a su alrededor contaba con muchos "hermanos" "primos" con los cuales charloteaba un poco, o simplemente los escuchaba. Tuvo la suerte de que en aquel parque haya aves, de todo tipo, varios jilgueros, unas calandrias, un par de horneros... Había golondrinas, pero ellas, ya sabemos... Ellas tienen un vuelo particular, van y vienen, les gusta la primavera mas que un propio hogar (de hecho llaman "primavera" a su hora). Pero de toda la bandada, una de ellas, eligió una mañana posarse sobre la rama de un pino. Cantó, descansó, disfrutó el paisaje, descubrió que podía volar de otra manera, y se dejó llevar por el interesante y suave movimiento que sin notarlo estaba ocurriendo justo debajo de ella. 
De repente algo la interrumpió, un zarandeo, despistada como es, notó que algo le llamaba la atención, era aquella voz, el pino comenzó a hablarle. Le preguntó de su vida, como era volar, hacia donde iba, cuántos eran en su bandada, y cuándo pensaba partir. "PARTIR" el ave no había pensado eso en todo el día desde que había comenzado aquella conversación. Le contestó que falta poco, que sólo pasa el verano y luego vuela al norte, en busca de más calor, para volver entrada ya la primavera. La golondrina le cuestionó cosas obvias, o al menos el pino estaba tan acostumbrado a escuchar ese tipo de preguntas... ¿No te duelen los pies? ¿No tenes ganas de caminar, de cambiar de lugar? ¿Siempre hablas con los mismos? Notó la irritación de su nuevo amigo, entonces decidió cerrar su pico y escuchar, dejarse llevar por al menos ese rato, y disfrutar ese momento, sin pensar cuando será el instante de partir, y mucho menos de hacer preguntas vanas. 
Hablaron largo rato, cada uno contaba experiencias sobre vuelos, aventuras, de otros amigos, familia y su mundo en general. Tenían anécdotas en las cuales sus risas parecían hacer eco en todo el parque. Los dos se sentían a gusto, los dos estaban en ese momento para llenarse del otro. Justo cuando quizá ambos, o no(?) lo necesitaban aunque no lo supiesen. 
La noche avecinaba, ya estaba oscureciendo, hacía frío y ella debía volver con el resto de las aves. Con un par de aleteos, saludó amistosamente al pino, agradeciéndole por la tarde, por la charla, por las ideas locas y divagantes y más que nada por la compañía. 



Ya en silencio, ella en su nido, él en su parque estaban agradecidos por la oportunidad de haberse cruzado, y haber reído como hace tiempo al menos ella no lo hacía. Ella dudó, no sabía si se quería ir al norte, pero quedarse significaba cambiarlo todo. Y una vez más ella, todavía no estaba dispuesta.

Él, rodeado de amigos permanente que si bien parecen hasta obligados de estar a su lado, quizá por la simple razón de tener las raíces muy arraigadas, tuvo la curiosidad de querer saber como era volar, así que decidió cerrar los ojos e imaginar que podía atravesar todo ese parque, ni siquiera sabe que puede conocer, pero aquella golondrina, lo lleno de paisajes.



Cuarenta días no es nada, sin embargo, hay una carga emotiva, que me impulsa a celebrarlo. Es una historia inventada, la golondrina no es mas que un ave, y el pino, no es mas que eso. Quizás hoy éste pino, me simboliza la fortaleza, el refugio y la risa segura, pero también se que el paisaje, como golondrina que soy cambia constantemente.-

jueves, 14 de abril de 2016

Elijo, elijo?

Así como te gusta caminar por lugares distintos, no reconocer caras, ni construcciones, así cómo te subís a un colectivo y te bajas en cualquier lado, a mí me gusta el tren. Quizá el tren de antes, en esas mismas malas condiciones, quizá por el zarandeo, el ruido o la velocidad.
Decido subirme al tren, decido no bajar sin pensar, no quiero quedarme sentada mirando por la ventana, necesito estar de pie, dispuesta a que alguna estación, por burda que fuese me guste, me entienda (quise decir encandile, acto fallido que valoro).
 Conozco el recorrido, se cómo es la sensación de subiré al tren... pero lo que no se, aunque me cueste reconocerlo es saber cuándo bajarme de el... La cosa empieza de golpe, pero despacio, vas viendo los diferentes grafitis que algunos locos dejaron pegados a la paredes, las personas a tú alrededor, que cada una está muy en la suya, te empezás  a balancear sobre tus propios pies, no importa que algún asiento esté disponible, mucho menos que tus tan preciados tobillos estén cansados, es necesario estar preparada, estar siempre lista...
Me canso del mismo vagón, me canso de estar en el mismo sitio tanto tiempo. El viaje es el mismo, el mismo que yo elijo, que yo decido  y que quiero, pero me aburre, me cansa y sobretodo hace que quiera cambiar de lugar.  Como este viaje me embola, no se dónde quiere llevarme, tampoco me parece claro, quizá ya nada me sorprende, quizás emprendí este trayecto solo porque se que nada puede ofrecerme, más que un par de paisajes vistos de otro ángulo. No se, o si se porque estoy y sigo acá, y no me gusta mi respuesta, no me gusta escuchar lo que estoy pensando.

 OKEY no compro más pasajes, ni paso nunca más por un molinete. No me voy a aburrir más, ni regalarle mis pasos a é...  Al bendito y encantador capricho de viajar, o cambiar de vagón o lo que fuese que hago. Ahora bien, obviamente soy yo la que elijo el viaje aburrido,  corto, y sin nada para dar... (SIN NADA PARA DAR? NI ME LA CREO) La próxima vez voy a evaluar mis ganas de ir a la terminal, toparme con un mundo de personas,  poner caras buenas o malas, pero ponerlas al fin.
Soy yo la que camino hasta ahí, y hoy me percato que no queda otra que abandonar el viaje.-



[O bien, cambiar de destino.-]

sábado, 9 de abril de 2016

El viento a favor

Cuando menos esperas un remolino parece acariciar. Uno puede decir que sería la mano de Dios, el camino que marcó, el desvío de un camino o bien una respuesta a algo que vos estabas E S P E R A N D O. 
El sol está aunque no lo veamos, como las oportunidades y la risa. Risas que escucho resurgir, que como ecos nos contagian en las horas siguientes. 



No sé, NO entiendo de dónde surgió el viento, puedo escuchar sus historias, envolverme en su masa de aire y dejarme llevar. No me molesta el viento en la cara, creo que es la perfecta combinación que hay para mirar al sol, es lo que necesitaba, es lo que sin saberlo esperaba. 
Me gusta que el remolino me abrace, me desestabiliza, me da hasta miedo de lo que pueda pasar, pero sino dejó que pase, ¿cuándo es que puedo decidir por mí?  Me alimento de sus paisajes, de que me lleve viajando con la mente a lugares donde no estuve, que me de la libertad de la risa

Cuando a una tanto viento la asusta se encierra, se niega, se hace un búnker y se provisiona de lo necesario para sobre-vivir, pero yo no. Estoy eligiendo vivir, sentir, ir en contra o a favor de el, pero no abandonar.



El remolino, es mi fuente de cambio, es eso que no creía que mee iba a pasar, a mi y a mi otro yo en tercera persona. A veces somos tan necios en no poder/querer ver.


Elijo, yo estoy eligiendo... Es un gran paso.-

lunes, 4 de abril de 2016

La lluvia pesa

Pablo pega el rostro en el cristal. Está helado. Permanece largo rato - o, al menos, a él le parece que permanece largo rato - quieto ante la ventana, con la mejilla entumecida pegada al frío cristal, observando la calle desierta. Del cielo plateado cae la mayor tromba de agua que recuerde haber visto en su vida. La ciudad está al borde de la inundación; pero lo peor, según la página meteorológica que Juan consulta periódicamente por su móvil, está aún por llegar. Pablo suspira y se vuelve. La clase está prácticamente desierta: la profesora trabaja - o hace como si trabajara - en su escritorio, tres chicas charlan en voz baja en una esquina de la clase; y el chico nuevo habla sobre fútbol con Juan, sentados ambos sobre dos pupitres de la segunda fila. Todos fingen sentirse tranquilos. Las autopistas están colapsadas; aún así, la gran mayoría de padres han aparecido para recoger a sus hijos. Una anciana ha muerto a las afueras de la ciudad; un hombre de mediana edad ha desaparecido mientras intentaba escapar de su coche, arrastrado por la corriente. Pablo ha llamado a su padre al móvil; luego a su madre. Finalmente, les ha dejado un mensaje a los dos. Quiere irse.



Pablo se sienta junto a  Juan y el chico nuevo - ¿Cómo se llamaba? ¿Antonio? ¿Alejandro? - y suspira. Pablo saca su smartphone y consulta las noticias de Google.
 - Tifón a las doce y media - anuncia con voz queda.                                                                         
 - Falta media hora.
 - ¿Crees que llegarán tus padres para entonces?
 - Lo dudo. ¿Y los tuyos?
 - Mi padre estaba trabajando. Está en pleno atasco en la autovía.
 - Nos vamos a quedar aquí encerrados.
 - Si.
Pablo vuelve a suspirar; aunque suena más bien como un bufido histérico. La profesora levanta un momento la vista de su libreta y lo mira. Se sostienen un momento las miradas. Un par de golpes secos en la puerta les saca a ambos de su ensimismamiento. La secretaria abre la puerta y anuncia, escueta:
 - Pablo González. Tu madre está esperándote abajo.
Pablo respira hondo y disimula una sonrisa de alivio. Se cuelga la mochila a la espalda enérgicamente; de inmediato, siente cómo el enorme peso tira de él hacia atrás. Seis libros, tres libretas, un estuche, una botella de agua, un desayuno que no le ha dado tiempo a tomar: demasiadas cosas. Para cuando termine el curso, tendré la espalda hecha polvo, piensa. Pablo se despide de Juan chocándole la mano; del nuevo con un movimiento de cabeza.
 - Hasta luego - dice. La clase contesta vagamente.



El pasillo está oscuro y vacío cuando Pablo sale de la clase y cierra la puerta tras de sí. Huele a humedad; hace frío. Ni rastro de la secretaria. Se acerca a las escaleras apresuradamente y baja los escalones de dos en dos; la mochila rebota dolorosamente en su espalda. La secretaría es una especie de potus situada en la planta baja, a la derecha de la entrada de secundaria. Ante los dos escritorios atestados de carpetas y papeles de la secretaria y su ayudante, hay un par de viejas sillas de oficina, donde estará su madre. De un par de zancadas se planta delante de la puerta cerrada de la secretaría. Llama con los nudillos y espera, escuchando el salvaje chaparrón del exterior. Espero que el coche esté aparcado cerca.

Nadie abre la puerta. Pablo vuelve al pie de las escaleras, pero el colegio parece vacío. Vuelve a la secretaría y llama de nuevo. Esta vez espera menos; lleva la mano a manija de la puerta y abre. Los dos escritorios están tan llenos de cosas como él los recordaba; los armarios metálicos repletos de A-Z. Hay cajas de cartón llenas de libros de texto en las esquinas de la pequeña habitación; la fotocopiadora está encendida enfrente de la puerta; el teléfono, descolgado. De la silla más cercana a Pablo cuelga un bolso de mujer.
Pero la secretaría está desierta.

Pablo permanece unos instantes observando la tétrica habitación. Es como si los ocupantes de la salita hubieran tenido que huir apresuradamente. Sale de allí y echa un vistazo por el pasillo: vacío. Vacío y silencioso. Vuelve sobre sus pasos y se apoya en el quicio de la puerta. ¿Dónde estás, mamá? ¿Dónde están todos? Pablo siente cierta inquietud. Es algo fundado, lo sabe; lo más probable es que se encuentren hablando en otro lugar, que su madre se haya cruzado con un profesor y lo haya detenido para preguntarle qué tal va él con los estudios, si atiende en clase, si no es insolente. Pero no puede evitar que el corazón comience a latirle más rápido. Con cautela, se acerca al teléfono descolgado; lo mira un instante, alarga la mano y lo coge. Se lo lleva a la oreja. No hay nadie al otro lado.
 - ¿Hola?
Nada. Silencio. Pablo cuelga el teléfono bruscamente y sale rápidamente de la secretaría. Volveré a casa. Con o sin mamá.

El alcantarillado comienza a no dar a basto; remolinos de agua embarrada van formándose aquí y allá a lo largo de toda la calle. Pablo vive a diez minutos a pie del colegio: debe girar hacia la derecha, tomar la calle paralela y subir una amplia y empinada avenida. Con la lluvia, su breve paseo le resulta ahora una odisea. Sin perder de vista la secretaría, se descuelga la mochila de un hombro y saca un paraguas negro, bastante malo. Teme que se le rompa a mitad del camino, o que se le vuele. Se sube el cierre de la campera hasta el cuello y mira receloso sus nike. Finalmente, abre el paraguas y echa a andar.
El camino hacia casa está desierto. Al cabo de unos minutos, Pablo se percata de que ni siquiera circulan coches. ¿No estaban viniendo los padres a recoger a sus hijos? ¿Dónde están? Las aceras resultan muy traicioneras; hay que andar con pies de plomo para no resbalar. Pablo siente cómo los calcetines se le van empapando progresivamente, al igual que las botamangas del pantalón. También siente la punta de la nariz congelada, y las manos entumecidas. Camina contracorriente; fuertes ráfagas de aire amenazan con arrancarle el paraguas de las manos. Resulta imposible mantenerse seco.
Al cabo de dieciocho minutos, logra alcanzar el portal. Está empapado, tiembla y ha perdido el paraguas. Con manos torpes, heladas, busca las llaves de su casa en el estuche. Sube por las escaleras, aunque viva en un sexto piso; lo hace con calma, controlando la respiración y frotándose las manos. Al llegar arriba, abre la puerta de su casa y la empuja sigilosamente. El piso, como ya esperaba, está vacío. Echa una rápida ojeada por toda la casa antes de cerrar la puerta con llave y descolgarse la mochila del hombro.

Su habitación se encuentra en un extremo del piso; es amplia, y parece una leonera. Desde la ventana, se puede admirar el caótico cruce de dos grandes avenidas, cercanas al centro, franqueadas por edificios antiguos y elegantes, aunque severamente castigados por la indiferencia y las inclemencias del tiempo. En los porches hay tienditas que se heredan de generación en generación, y que peligran por culpa de la crisis. Las fachadas desconchadas, las tiendas vacías y el incesante tráfico provocan un vago e indefinible desasosiego en quien los contempla; salvo en Pablo. Para él, las vistas de su habitación tienen cierto encanto decadente.

Pablo se desnuda, se mete en la bañera, deja que las gotas de agua ardiendo se deslicen por su rostro hasta el pecho. Cuando se decide a salir, se pone unos pantalones limpios, calcetines de montaña, un par de remeras superpuestas y una gruesa campera deportiva. Dedica siete minutos a buscar las botas que se puso en aquella excursión familiar al campo. Por último, agarra del paragüero que hay junto a la entrada el robusto paraguas de su padre; grande, caro, pesado. Esto sí resistirá el temporal.
Pablo vuelve a salir a la calle. La lluvia no ha aflojado ni un poco. Aferrado con todas sus fuerzas al paraguas de su padre, camina con paso lento pero seguro en dirección al colegio. Está sumido en un coma del que le gustaría desprenderse; pero, por alguna extraña razón, no puede. Su casa está vacía, la calle está vacía; hay algo muy inquietante en todo esto. Pablo no quiere quedarse solo en su casa, así que decide volver a su clase; con Juan, con la tutora, con el reconfortante murmullo de voces a su alrededor. Esta vez, tan sólo tarda catorce minutos en llegar al colegio; apenas está mojado, la capucha protege su cabeza. Al llegar, se detiene ante la puerta. Contempla el colegio como si fuera la primera vez que lo ve: la fachada revocada, la gran entrada de sobrio hierro negro, las ventanas de cristal esmerilado.
De repente, sale de su estupor: siente, por fin, el pánico apoderándose de todo su ser, paralizando sus articulaciones. La lengua se le seca, comienza a sentir una asfixiante presión en el pecho. La puerta de entrada está cerrada; las ventanas también. Las cortinas están todas corridas; tras ellas no hay luz. Pablo piensa en Juan, piensa en el chico nuevo, en la tutora, en las chicas parloteando nerviosas en un rincón. El colegio está vacío.
El mundo está vacío.



{Desperetarse, haber soñado diálogos, es no haber dormido mucho.-}