lunes, 4 de abril de 2016

La lluvia pesa

Pablo pega el rostro en el cristal. Está helado. Permanece largo rato - o, al menos, a él le parece que permanece largo rato - quieto ante la ventana, con la mejilla entumecida pegada al frío cristal, observando la calle desierta. Del cielo plateado cae la mayor tromba de agua que recuerde haber visto en su vida. La ciudad está al borde de la inundación; pero lo peor, según la página meteorológica que Juan consulta periódicamente por su móvil, está aún por llegar. Pablo suspira y se vuelve. La clase está prácticamente desierta: la profesora trabaja - o hace como si trabajara - en su escritorio, tres chicas charlan en voz baja en una esquina de la clase; y el chico nuevo habla sobre fútbol con Juan, sentados ambos sobre dos pupitres de la segunda fila. Todos fingen sentirse tranquilos. Las autopistas están colapsadas; aún así, la gran mayoría de padres han aparecido para recoger a sus hijos. Una anciana ha muerto a las afueras de la ciudad; un hombre de mediana edad ha desaparecido mientras intentaba escapar de su coche, arrastrado por la corriente. Pablo ha llamado a su padre al móvil; luego a su madre. Finalmente, les ha dejado un mensaje a los dos. Quiere irse.



Pablo se sienta junto a  Juan y el chico nuevo - ¿Cómo se llamaba? ¿Antonio? ¿Alejandro? - y suspira. Pablo saca su smartphone y consulta las noticias de Google.
 - Tifón a las doce y media - anuncia con voz queda.                                                                         
 - Falta media hora.
 - ¿Crees que llegarán tus padres para entonces?
 - Lo dudo. ¿Y los tuyos?
 - Mi padre estaba trabajando. Está en pleno atasco en la autovía.
 - Nos vamos a quedar aquí encerrados.
 - Si.
Pablo vuelve a suspirar; aunque suena más bien como un bufido histérico. La profesora levanta un momento la vista de su libreta y lo mira. Se sostienen un momento las miradas. Un par de golpes secos en la puerta les saca a ambos de su ensimismamiento. La secretaria abre la puerta y anuncia, escueta:
 - Pablo González. Tu madre está esperándote abajo.
Pablo respira hondo y disimula una sonrisa de alivio. Se cuelga la mochila a la espalda enérgicamente; de inmediato, siente cómo el enorme peso tira de él hacia atrás. Seis libros, tres libretas, un estuche, una botella de agua, un desayuno que no le ha dado tiempo a tomar: demasiadas cosas. Para cuando termine el curso, tendré la espalda hecha polvo, piensa. Pablo se despide de Juan chocándole la mano; del nuevo con un movimiento de cabeza.
 - Hasta luego - dice. La clase contesta vagamente.



El pasillo está oscuro y vacío cuando Pablo sale de la clase y cierra la puerta tras de sí. Huele a humedad; hace frío. Ni rastro de la secretaria. Se acerca a las escaleras apresuradamente y baja los escalones de dos en dos; la mochila rebota dolorosamente en su espalda. La secretaría es una especie de potus situada en la planta baja, a la derecha de la entrada de secundaria. Ante los dos escritorios atestados de carpetas y papeles de la secretaria y su ayudante, hay un par de viejas sillas de oficina, donde estará su madre. De un par de zancadas se planta delante de la puerta cerrada de la secretaría. Llama con los nudillos y espera, escuchando el salvaje chaparrón del exterior. Espero que el coche esté aparcado cerca.

Nadie abre la puerta. Pablo vuelve al pie de las escaleras, pero el colegio parece vacío. Vuelve a la secretaría y llama de nuevo. Esta vez espera menos; lleva la mano a manija de la puerta y abre. Los dos escritorios están tan llenos de cosas como él los recordaba; los armarios metálicos repletos de A-Z. Hay cajas de cartón llenas de libros de texto en las esquinas de la pequeña habitación; la fotocopiadora está encendida enfrente de la puerta; el teléfono, descolgado. De la silla más cercana a Pablo cuelga un bolso de mujer.
Pero la secretaría está desierta.

Pablo permanece unos instantes observando la tétrica habitación. Es como si los ocupantes de la salita hubieran tenido que huir apresuradamente. Sale de allí y echa un vistazo por el pasillo: vacío. Vacío y silencioso. Vuelve sobre sus pasos y se apoya en el quicio de la puerta. ¿Dónde estás, mamá? ¿Dónde están todos? Pablo siente cierta inquietud. Es algo fundado, lo sabe; lo más probable es que se encuentren hablando en otro lugar, que su madre se haya cruzado con un profesor y lo haya detenido para preguntarle qué tal va él con los estudios, si atiende en clase, si no es insolente. Pero no puede evitar que el corazón comience a latirle más rápido. Con cautela, se acerca al teléfono descolgado; lo mira un instante, alarga la mano y lo coge. Se lo lleva a la oreja. No hay nadie al otro lado.
 - ¿Hola?
Nada. Silencio. Pablo cuelga el teléfono bruscamente y sale rápidamente de la secretaría. Volveré a casa. Con o sin mamá.

El alcantarillado comienza a no dar a basto; remolinos de agua embarrada van formándose aquí y allá a lo largo de toda la calle. Pablo vive a diez minutos a pie del colegio: debe girar hacia la derecha, tomar la calle paralela y subir una amplia y empinada avenida. Con la lluvia, su breve paseo le resulta ahora una odisea. Sin perder de vista la secretaría, se descuelga la mochila de un hombro y saca un paraguas negro, bastante malo. Teme que se le rompa a mitad del camino, o que se le vuele. Se sube el cierre de la campera hasta el cuello y mira receloso sus nike. Finalmente, abre el paraguas y echa a andar.
El camino hacia casa está desierto. Al cabo de unos minutos, Pablo se percata de que ni siquiera circulan coches. ¿No estaban viniendo los padres a recoger a sus hijos? ¿Dónde están? Las aceras resultan muy traicioneras; hay que andar con pies de plomo para no resbalar. Pablo siente cómo los calcetines se le van empapando progresivamente, al igual que las botamangas del pantalón. También siente la punta de la nariz congelada, y las manos entumecidas. Camina contracorriente; fuertes ráfagas de aire amenazan con arrancarle el paraguas de las manos. Resulta imposible mantenerse seco.
Al cabo de dieciocho minutos, logra alcanzar el portal. Está empapado, tiembla y ha perdido el paraguas. Con manos torpes, heladas, busca las llaves de su casa en el estuche. Sube por las escaleras, aunque viva en un sexto piso; lo hace con calma, controlando la respiración y frotándose las manos. Al llegar arriba, abre la puerta de su casa y la empuja sigilosamente. El piso, como ya esperaba, está vacío. Echa una rápida ojeada por toda la casa antes de cerrar la puerta con llave y descolgarse la mochila del hombro.

Su habitación se encuentra en un extremo del piso; es amplia, y parece una leonera. Desde la ventana, se puede admirar el caótico cruce de dos grandes avenidas, cercanas al centro, franqueadas por edificios antiguos y elegantes, aunque severamente castigados por la indiferencia y las inclemencias del tiempo. En los porches hay tienditas que se heredan de generación en generación, y que peligran por culpa de la crisis. Las fachadas desconchadas, las tiendas vacías y el incesante tráfico provocan un vago e indefinible desasosiego en quien los contempla; salvo en Pablo. Para él, las vistas de su habitación tienen cierto encanto decadente.

Pablo se desnuda, se mete en la bañera, deja que las gotas de agua ardiendo se deslicen por su rostro hasta el pecho. Cuando se decide a salir, se pone unos pantalones limpios, calcetines de montaña, un par de remeras superpuestas y una gruesa campera deportiva. Dedica siete minutos a buscar las botas que se puso en aquella excursión familiar al campo. Por último, agarra del paragüero que hay junto a la entrada el robusto paraguas de su padre; grande, caro, pesado. Esto sí resistirá el temporal.
Pablo vuelve a salir a la calle. La lluvia no ha aflojado ni un poco. Aferrado con todas sus fuerzas al paraguas de su padre, camina con paso lento pero seguro en dirección al colegio. Está sumido en un coma del que le gustaría desprenderse; pero, por alguna extraña razón, no puede. Su casa está vacía, la calle está vacía; hay algo muy inquietante en todo esto. Pablo no quiere quedarse solo en su casa, así que decide volver a su clase; con Juan, con la tutora, con el reconfortante murmullo de voces a su alrededor. Esta vez, tan sólo tarda catorce minutos en llegar al colegio; apenas está mojado, la capucha protege su cabeza. Al llegar, se detiene ante la puerta. Contempla el colegio como si fuera la primera vez que lo ve: la fachada revocada, la gran entrada de sobrio hierro negro, las ventanas de cristal esmerilado.
De repente, sale de su estupor: siente, por fin, el pánico apoderándose de todo su ser, paralizando sus articulaciones. La lengua se le seca, comienza a sentir una asfixiante presión en el pecho. La puerta de entrada está cerrada; las ventanas también. Las cortinas están todas corridas; tras ellas no hay luz. Pablo piensa en Juan, piensa en el chico nuevo, en la tutora, en las chicas parloteando nerviosas en un rincón. El colegio está vacío.
El mundo está vacío.



{Desperetarse, haber soñado diálogos, es no haber dormido mucho.-}

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