jueves, 27 de junio de 2013

Escribía



La chica que escribe

Yo, que siempre fui más de sobrevivir que de vivir. 

Ahora me siento en mitad del silencio dejando que el sol del invierno me queme y me hiele a partes iguales la poca piel que queda fuera de toda la ropa que me esfuerzo por mantener pegada a mí; un abrigo gris con botones, una bufanda de colores y un gorro rosa por el que se me escapa el flequillo haciéndome cosquillas en los ojos cuando se encuentra con el viento. Es una contradicción el llevar esos vaqueros rotos que mi madre nunca aprobó, que dejan entrar todo el frío que intento repeler detrás de mis gafas de sol negras, y esas zapatillas verdes que nunca abrigaron, pero que siempre me hicieron sonreír.

No me hace falta hablar, me oigo perfectamente en off dentro de mi cabeza. Pensando, planeando, mandándome callar para disfrutar de ese efímero instante de paz en el que siento cómo me late el corazón en los oídos y el movimiento casi imperceptible de mis músculos manteniendo mi postura. El cosquilleo de las yemas de mis dedos y el sutil escozor de mis labios por haber vuelto a mojarlos instintivamente a pesar de saber que el frío los quemaría con más rapidez. Pero no me importa; eso les da un tono rojizo bastante apetecible
ojalá te apetecieran - 


Y es en ese instante, cuando ese pensamiento me cruza la mente sin dolor y sin arrepentimiento alguno, es cuando entiendo que no sólo se me han curado las heridas, sino que he aprendido a defenderme tan bien que me da hasta un poco de miedo enfrentarme a mí misma. Sonrío y me tiran un poco los labios cortados por el invierno, pero hasta ese dolor es extrañamente reconfortante, porque lo hago por mí. Y pienso que puede que no sea la mejor persona del mundo, pero que ya no tengo miedo.

He dejado de vivir arrepintiéndome por el pasado y preocupándome por el futuro, que lo único que me daba era un presente de noches llorando y días de gelatina bajo mis pies. He cambiado, lo noto cuando respiro y se me llenan los pulmones de ganas de hacer cosas absurdas; ganas de no dejar verdades a medias, de salir a la calle en mitad del fin del mundo y dejar que la lluvia me moje el pelo, y de beberme esa cerveza que sé de sobra que no debería beberme; pero lo hago Lo hago siendo consciente del efecto que provoco. Y me gusta.

Ya no soy la chica tortuga, ni la chica que tenia miedo de besar en la calle, ni la chica del corazón roto, ni la chica de hielo. No soy la chica que decía ser tímida, ni la que decía ser insegura, ni la que no se atrevía a hablar las cosas importantes. He dejado de tener miedo porque ya sé cómo es perder. Sé cómo es vivir con el corazón y el cuerpo rotos en tantos pedazos como era posible romperlos. Sé lo que es derrumbarse, recoger los escombros y plantarse en mitad de la nada con la posibilidad de reconstruirse de cero. Ahora me arriesgo y no es porque no tenga nada que perder; Me arriesgo porque sé que sea lo que sea lo que pierda, no me va a destruir.

Y estando ahí sentada dejando que el sol se cuele por las rendijas de mis costillas y escuchando mi respiración, entiendo que de entre todas las cosas que puedo ser, al final no soy más que la chica que escribe. Y ya sabéis qué dicen de las chicas que escriben.



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